“Nunca menos/ que esas risas desdentadas/aguantando la parada/que supieron conquistar/Nunca menos/que un enjambre de morochos/arruinándoles la foto/a los que no vuelven más (...)/¿Será verdad/que te fuiste con la historia/o será que aún no despertamos/y que con una antorcha nueva/en cada mano/vas a volver/cubriéndonos de gloria?”. Horacio Bouchoux, dirigente del Centro Cultural Oesterheld y titular de la Dirección Provincial de Políticas Educativas entonó Nunca Menos, el himno-candombe de su autoría, acompañado por los panelistas e invitados a “678”, el programa que destinó su emisión del jueves a recordar el tercer mes de la muerte de Néstor Kirchner. El hecho ha sido puntualmente señalado todos los 27 transcurridos desde que, en octubre, un infarto masivo fulminara al ex presidente en su casa de El Calafate. Más propia de la adoración de los santos milagrosos y de las devociones paganas que de la política y los medios de comunicación modernos, esa fidelidad al calendario sorprende porque la usina que la pone en marcha es nada menos que la televisión pública. O lo que queda de ella, porque, al ritmo del encierro del Gobierno, la pantalla de la emisora ha dejado de ser “una ventana abierta al mundo” para convertirse en el tragaluz por el que al mundo le es permitido observar el interior del oficialismo: los actores y directores que circulan por sus programas, venden sus servicios y ofrecen sus productoras son los que lloran y aplauden los discursos presidenciales en la Casa Rosada, los músicos que se plantan frente a las cámaras son los que suenan en los escenarios donde se llevan a cabo los actos gubernamentales; los periodistas convocados para interpretar la realidad integran los planteles de los medios gráficos kirchneristas; los políticos que se sientan en sus platós son los miembros del poder ejecutivo y los legisladores de su bancada; sobre la Justicia hablan los magistrados afines y la explicación de los conflictos de clase corre por cuenta del sindicalismo oficialista.
Canal 7 se ha convertido así en el pequeño repertorio de nombres que Humberto Eco llamaba “la paleo televisión”. Sería injusto confinar el fenómeno al perímetro del enorme edificio de la avenida Figueroa Alcorta: lo mismo ocurre con la radio nacional y con la agencia estatal de noticias, transformadas como nunca antes en entidades públicas para el usufructo privado. El argumento que lo legitima es que, aquello que las fuerzas conservadoras presentan como la colonización de los medios por parte del poder político, no es sino el derecho de sus trabajadores a ejercer un periodismo militante y a la libre expresión de sus ideas. En el discurso oficial, el rechazo a la apropiación partidaria del patrimonio colectivo esconde la necesidad de sellar la boca de aquellos a quienes no se quiere escuchar; los preceptos republicanos en que se basa la crítica son apenas el disfraz bajo el que el enemigo oculta el delito de opinión.
De esa ceremonia de la confusión participan también los medios privados, comprados y sostenidos mediante la pauta oficial, es decir, con el aporte de los contribuyentes. Un tema que roza el escándalo y ha llegado a la Corte Suprema, que podría emitir un pronunciamiento en poco tiempo más.
El estilo de comunicación faccioso que el kirchnerismo ha naturalizado en los medios públicos sería inimaginable en la Radio Televisión Española o en la BBC, cuya pulcritud informativa Margaret Thatcher tuvo que aceptar incluso en plena Guerra del Atlántico Sur. Tanta intromisión hubiera generado una réplica virulenta hasta en la propia televisión italiana. Silvio Berlusconi no hubiera telefoneado a la RAI con el mismo desparpajo con que lo hizo a una señal privada que, aunque parezca mentira, no le pertenece. Ningún ministro coordinador hubiera podido decir, como advirtió con prepotencia Aníbal Fernández, que “el que dirige Canal 7 soy yo” sin hacer volar por los aires la independencia editorial y la autonomía administrativa que constituyen la razón de ser de los medios públicos europeos.
El sociólogo italiano Giuseppe De Rita recordaba hace un par de años, durante una entrevista, que el ex premier Bettino Craxi creía firmemente que para tener capacidad de decisión había que concentrar el poder, para concentrarlo hacía falta verticalizarlo y no se lo podía verticalizar sin personalizarlo. Pero la gran cuestión era que para personalizar el poder había que gozar de poder mediático y para eso hacía falta mucho dinero. Su historia y su final tunecino enseñan cómo y cuánto haría el socialista milanés para obtenerlo.
En los años 90, los amigos que el ministro de Exteriores de Craxi, Gianni de Michelis, tenía en Buenos Aires se multiplicaron y crecieron al calor de los créditos blandos. Alguna de aquellas viejas relaciones tiene que haberle revelado a Néstor Kirchner los secretos de esa sutil y despiadada ingeniería del poder. El santacruceño, cuyas concepciones no están emparentadas con ninguna corriente de pensamiento surgida luego de la Segunda Guerra Mundial, la interpretó a su modo y la convirtió en un breviario. Sin embargo, políticos al fin, ni Craxi ni Kirchner iban a tomar demasiado en cuenta una verdad que por su sencillez sólo podía cautivar a los filósofos, a los semiólogos y a los jóvenes esperanzados: la batalla de la comunicación, dicen éstos, “no se gana en el lugar de donde parte la comunicación sino en el lugar a donde llega